sábado, 2 de julio de 2011

EL PRÍNCIPE CUENTECITO

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Dibujos infantiles  de:
Paula Vázquez-Dodero (9 años)
Bianca Vázquez-Dodero (5 años)
(Sus bisnietas)
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Palacio del Rey (Dibujo de Paola, 9 años)

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I


Hace muchos años, en un país muy lejos del nuestro, vivía un, Rey poderosísimo, pero muy enfermo, y por lo tanto muy desgraciado.
Este rey tenia un hijo de seis años: la única alegría de su existencia.
El príncipe niño, además de ser la ilusión de su padre, era el encanto de todos los que le rodeaban, pues veían en él a su futuro Rey.
¿Y sabéis cómo llamaban en veinte leguas a la redonda a nuestro príncipe? ¿A que no os lo figuráis? Pues os lo diré: "El Príncipe Cuentecito”, a causa de la afición desmedida que tenía a que le contasen cuentos de hadas. Tan pronto empezaba alguien a hablar, diciendo; "Pues, señor, esto era una vez”... ya tenía a su príncipe mas quieto que una estatua, y tan atento que no perdía palabra ni gesto del narrador.
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Principe Cuentecito (Dibujo de Bianca, 5 años)
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Traía de cabeza a todos los palaciegos y era curioso ver a lo mejor un señor solemnemente grave, de esos que usan una hermosa barba blanca y que tienen una barriga bastante respetable, leyendo cuentos y más cuentos.
-Ilustre Chambelán, ¿qué leéis con tantísimo interés? ¿Acaso la vida de Nerón?
-No, insigne Ministro de la Guerra -respondía el interpelado- lo que leo es "La novela de un grillo".
-¿Corno?
-No, nada. Un cuento.
-!Ah, vamos! Hay que estar prevenido por si se encuentra uno a su Alteza el Príncipe Cuantecito. Y qué ¿es amena la novelita?
-Pues... le diré. No deja de tener cierto interés. !Hay que ver las cosas que le suceden a ese pobre grillo desde una tarde que se le ocurrió salir a tomar el sol encima de unos tomillos! Y usted que lectura tiene entre manos?
-!Oh, yo, un drama¡ Bastante emocionante por cierto. !Pero qué drama!
-¿De Calderón, quizás?
-!Qué va, no señor! se titula: "La tragedia de una rana" Otro cuento. Decididamente, desde hace algún tiempo hemos vuelto todos a la infancia, mi querido Chambelán. A propósito. Tengo oído que el Secretario particular de su Majestad, es poseedor de una colección de cuentos extraordinarios, que probablemente no los ha oído todavía su Alteza el Príncipe.
— ¿Qué me decís, señor Ministro de la Guerra?
-Más de cien cuentos, señor Chambelán.
-Pero ese Secretario es un hombre feliz! ¿Dónde diablos habrá podido encontrar cien cuentos que el Príncipe no se sepa de memoria? —Eso mismo me pregunto yo.
-¿Qué tal si le pidiéramos que nos dejase alguno?
-¡Buena idea!
Ministro y chambelán dirigieron sus pasos hacia el despacho del secretario, cuando en esto, que al entrar por uno de los pasillos le salió al encuentro el personaje que buscaban, el cual con mirada de espanto y la voz temblorosa por la emoción les dijo:
-¡Señores, el rey se muere!
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El Rey enfermo (Dibujo tomado de la red)
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Entraron todos en la cámara regia y vieron que, efectivamente, el rey se moría sin remedio. Avisaron a los demás palaciegos y al Príncipe Cuentecito, que al entrar y ver las caras de consternación de todos los circunstantes comprendió que algo muy grave sucedía. En su inocencia no sabía que aquella señora llamada Doña Muerte, que rondaba en torno de su padre en aquellos momentos, era una señora fea y mala que nos separa sin piedad, para siempre, de las personas más queridas.
Nuestro pobre Príncipe Cuentecito quedó inmóvil a la entrada de la habitación. Un poco pálido sin saber por qué, mirando a unos y a otros como pidiendo que le explicasen lo que él no comprendía. Nadie contestó a sus miradas interrogativas más que con otras llenas de compasión. Al fin el Rey, incorporándose un poco, le llamó.
-Acercarte, hijo mío.
El niño se acercó; besó respetuosamente la mano de su padre y le miró con aquellos grandes ojos expresivos, tan llenos de ansiedad en aquellos momentos.
-Mira, cuentecito, yo me voy a marchar dentro de muy poco, a reunirme con tu madre.
-!Tú también te vas al cielos! ¿Por qué? ¡Yo no quiero! ¡Todos os vais y me dejáis solo!... Pues llevarme a mí también. Yo no quiero quedarme solo ¡Llevarme! -y se abrazó a su padre llorando desesperadamente.
-No puede ser, hijo mío, no puede ser. Tú tienes que quedarte. Ahora serás un pequeño reyecito y más tarde... ¡un gran rey! ... cumple siempre con tu deber, sacrifícate por tu pueblo... hasta dar la vida por él si es preciso... Sé bueno, bueno de corazón y noble de alma!... Adiós, hijo, adiós!... -y cayó pesádamente sobre los almohadones de su cama. “¡Señores el Rey ha muerto!” -dijo el médico de cabecera.
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II
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-!!Viva el Rey!!
El aclamado era Cuentecito, que subía las gradas del trono con su manto y su corona real. Era el Rey Cuentecito, que iba a ocupar con gran pompa y ceremonia el trono de su padre. ¡Aquel trono tan grande, tan grande para su diminuta persona.
-!!Viva el Rey!! -de nuevo gritaron entusiasmadas y enternecidas miles de voces,
-Señor -dijo el Ministro de la Guerra al reyecito- Dirigid la palabra a vuestro pueblo que os aclama.
-Oye, ministro, ¿y qué tengo que decir yo? preguntó el pequeño Rey.
-Señor, decid que...
-Deja, ministro, deja; ya sé lo que voy a decir.
Y empezó su discurso en la forma que tantas veces había oído empezar a su padre. “Mi querido pueblo. Mi papá y mi mamá se han ido al cielo y me han dejado solo… (A! decir esto le brillaron los ojos llenos de lágrimas, pero él había oído decir que un rey debe ser siempre fuerte y no llorar nunca, así que pestañeó de prisa, tragándose aquellas pobres lagrimillas que asomaron sin poderlo evitar y siguió hablando.) Yo no sé por qué se han ido mi papá y mi mamá, !cuando sabían que yo les quería tanto”… pero... no me han querido llevar al cielo con ellos porque dicen que tengo que ser vuestro Rey, pero… yo no sé por qué, pero... a mí me pone muy triste ser Rey y que mi papá se haya marchado dejándome solo... pero... no estaré ya tan triste si me queréis todos mucho y me contáis muchos cuentos… pero ya no sé qué más… ¡Ah!... y he dicho"
Una salva de aplausos coronó su discurso. Las mujeres lloraban enternecidas y los hombres ponían caras raras y hacían "pucheros" como los chiquillos, emocionados ante el infantil discurso del pequeño Rey.
Ya hacía más de dos semanas que Cuentecito había subido al trono, cuando un día de frío y de nieve, como casi todos los días de aquel país, se le ocurrió salir a pasear en trineo por las afueras de la ciudad.
-Señor, el día está muy frío y vuestra Majestad puede enfriarse.
-¡Yo quiero salir! ¡Mirad, mirad cuanta nieve cae ¡Más que nunca! -decía Cuentecito lleno de entusiasmo.
Se reunieron en consejo los ponderados señores que servían al Rey y convinieron que saliendo bien abrigado y siendo el paseo corto no había peligro. Así que poco después, en su gran trineo, tirado por dos hermosos caballos blancos, atravesaba la ciudad el pequeño monarca, radiante de gozo, con su gorrito y abrigo de pieles y seguido de otros trineos ocupados por las personas de su séquito..
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Paseo en trinero por la nieve (Foto tomada de la Red)
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 No habrían andado media legua fuera de la población, cuando Cuentecito, que todo lo atisbaba, dijo a su acompañante, señalando a un lado del camino:
—Mirad, ¿qué es eso que hay ahí tirado en el suelo?
-Señor, parece una criatura.
-¿Una criatura? Yo quiero verla. Parad.,
Se detuvieron los trineos, descendieron de ellos sus ocupantes y vieron que “eso que había ahí tirado en el suelo” era una pobre niña de unos cinco años, medio helada y casi cubierta por la nieve
-¡Pobre infeliz! -dijo el preceptor de su Majestad.
-¿Qué tiene?! No habla y no se mueve ¿por qué? -preguntó el Rey Cuentecito muy asombrado de que un personaje de su tamaño se estuviera tan quieto y tan callado.
-Parece que el corazón funciona todavía. Sí, sí, escuche usted -dijo el preceptor a uno de aquellos graves señores que acompañaban siempre al reyecito.
-¡Efectívamente!
-¿Está dormida? –preguntó Cuentecito.
-Señor, está helada.
-Pobre niña... pues mira... nos la llevamos a casa y allí que hace siempre tanto calor, pues… no tendrá más frío nunca, ¿verdad? Vamos, de prisa; traedla a mi trineo. Vamos. ¿Que hacéis ahí como unos pasmarotes?
Obedeciendo las órdenes del diminuto Rey, metieron a la riña en su trineo. Y como Cuentecito se empeñase en quitarse el abrigo para ponérselo a la pequeña…
-¡No, señor, vuestra Majestad no puede quitarse el abrigo de ninguna manera!
-¡Yo lo quiero!
-¡Imposible!
-¡El abrigo es mío!
-Aun así, señor, me veo obligado a no permitir a vuestra Majestad desabrochar ni un solo botón de su abrigo.
-Pues quítate el tuyo y pónselo a la niña.
-¿No cree vuestra Majestad que le va a estar un poco grande? La envolveremos en esta manta de pieles.
-Sí, no está mal pensado, y vamos de prisa. ¡A palacio!
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III
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-Mira, doctor, la niña abre los ojos -decía Cuentecito, muy nervioso y excitado de ver que la pequeña recobraba el sentido y empezaba a moverse.
-¡Pobre criatura! si no llegamos a pasar por allí, a estas horas sabe Dios que hubiera sido de ella. Señor, os debe la vida -dijo el doctor dirigiéndose al Rey Cuentecito.
-¿Ya no tiene frío? Oye niña, ¿tienes frío?
-No -contestó la pequeña mirando con asombro a todos los que la rodeaban y contemplando extasiada aquella habitación tan lujosa y confortable.
-¿Cómo te llamas?
-Anicia. ¿Y tú?
-Yo soy el Rey Cuentecito.
-¡¡Tú el Rey Cuentecito!!
-Si.
-¿Y esta casa tan bonita?
-Mi casa.
-¿Estoy dentro de la casa del Rey? Pero... y Danna, ¿ha venido también? Me va a pegar porque no la he llevado el dinero -dijo Anicia abriendo desmesuradamente los ojos y muerta de terror.
-Estate tranquila, Danna no está aquí ni puede entrar pero sería conveniente que nos dijeras quien es esa Danna que te inspira tanto miedo –dijo el doctor acariciando la cabecita de la niña.
-¿Tú no la conoces, señor? Es una mujer muy grande y muy fea, con muchas arrugas en la cara. Yo la tengo mucho miedo porque me pega siempre... por eso me he escapado de su casa. Me hacía mucho daño con sus golpes y me daba mucho susto verla... Tan grande y tan fea; con sus gafas negras. Me mandó a pedir limosna como todos los días, pero como hace tanto frío pasaban muy pocas personas y todas iban muy de prisa y no me daban nada. Entonces me entró mucho miedo de que llegase la noche y tuviera que volver a casa con las manos vacías. Danna me había dicho que si no llevaba para comer, me guisaría a mí como un conejo. Decidí irme muy lejos, muy lejos, para no volverla a ver. Y corrí mucho por aquel camino; pero ya no podía correr más porque tenía tanto frío y estaba tan cansada… me senté sobre la nieve y me entraron muchas ganas de llorar al verme tan lejos y tan sola… entonces me acordé de mi madre que antes de irse al cielo me había dicho "Dios está siempre con nosotros aunque no le veamos, y también la Virgen y el Ángel de la Guarda y... ya no estaba tan sola ni tan triste” Me puse de rodillas, recé una oración a la Virgencita para que no se fuera de mi lado. Luego sentí mucho sueño... mucho sueño... y veía cosas muy bonitas; que Dios me llamaba desde el cielo para ir al lado de mi mamá y que el Ángel de la guarda me daba un beso en la frente, y que la Virgen venía por aquel camino lleno de nieve, y que se presentaba adonde yo estaba y me cogía en los brazos, envolviéndome en su manto. Ya no tenía frío, ni cansancio, ni miedo, ni ganas de llorar; lo que sí notaba cada vez era más sueño, más sueño… y ya no me acuerdo de más. Ha debido de ser la Virgen la que me ha traído a la casa del Rey.
Cuentecito que había escuchado el relato de su protegida, inmóvil, sin pestañear y poniendo los cinco sentidos en las palabras de la pobre pequeña, creyó que estaba escuchando algún cuento parecido a los innumerables que le habían contado, y con los ojos brillantes de lágrimas y la voz emocionada, dijo a Anicia: -Bueno, ¿y qué más? Sigue.
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IV
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!Más cuentos! ¡Muchos más! su Majestad Cuentecito era insaciable y de algún tiempo, a esta parte, su afición por los cuentos había aumentado enormemente. En todos los rincones de palacio veía gigantes monstruosos. Las princesas encantadas y los magos se le aparecían por doquiera. A veces le encontraban luchando desesperadamente contra algo invisible y un poco alarmados le preguntaban:
-Señor, ¿qué os sucede? ¿Estáis enfermo?
A lo que respondía triunfante y con ademanes de héroe:
-¡Acabo de cortar con mi espada cuarenta y ocho cabezas a un dragón colosal que quería comerse a una princesa!
A todas éstas, Anicia estaba ya completamente bien y el pequeño Rey ordenó que la niña quedase en palacio,
Gracias a esta resolución del diminuto monarca, la pequeñuela se vio libres de las garras de Danna; los funcionario de palacios respiraron tranquilos y el mismo reyecito estaba plenamente satisfecho.
Una tarde que Anicia jugaba en el jardín con Loz, el hermoso perro que custodiaba la entrada de palacio, vio una pobre mujer en la puerta, con la mano tendida pidiendo una limosna. La niña se acercó a ella para darle una moneda, pero en el momento de entregársela, la mujer cogió a Anicia y salió corriendo.
A los gritos de la niña el fiel Loz se lanzó detrás en su defensa y abalanzándose sobre la mendiga la derribó al suelo. Ésta daba verdaderos alaridos al sentirse mordida por el perro Loz ladraba furiosamente y la mordía con rabia y Anicia corría llorando aterrada.
En el momento que llegaba a las puertas de palacio salían de éste varios servidores del Rey Cuentecito, que acudían a ver qué sucedía.
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Danna (Foto  tomada de la Red)
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-¡Es la vieja Danna!... ¡Es ella que me llevaba!... ¡No la había reconocido! pero Loz la ha tirado al suelo y me he escapado. Mirad como la muerde -decía la niña temblando de susto.
Cuentecito que había visto toda la escena a través de los cristales del balcón y que esta excitadísimo, exclamó:
-!Yo quiero bajar!
-Vuestra Majestad no puede.
-¡Yo lo quiero!
-Señor, comprended que e s imposible.
-No es imposible.
-Yo no puedo permitir de ninguna manera que baje su Majestad -decía
apuradísimo el preceptor.
-!Soy el Rey!
-Señor, a pesar de todo -dijo el noble viejo inclinándose hasta dar casi con las narices en el suelo
-¡Yo escapo!
Y nuestro buen Cuentecito, uniendo la acción a la palabra, salió disparado, blandiendo su diminuta espada y dando brincos, sin que el grave señor que cuidaba de él, pudiera alcanzarle.
Por fin llegó al grupo formado por Anicia y los servidores, los cuales llevaban a Danna presa. La niña se había agarrado a la mano de uno de
ellos como a tabla de salvación, Se soltó de pronto y corrió a abrazarse a Cuentecito, a quien creyó no volver a ver mas en su vida.
-¡Mira rey, me llevaba! ¿Sabe? Me llevaba para volverme a pegar como
antes.
-Tú eres la bruja de las gafas negras -dijo Cuentecito encarándose con Danna-
-¿Cuántos niños te has comido ya? ¿A cuartas princesas has encarta¬do? ¡Tú eres la que convertiste en asno al príncipe Azul y en flor de cardo a la pobre pastora del cuento.¿Sí te conozco! ¡Pues para que no te queden más ganas en tu vida de hacer cosas malas, toma y toma! Y al decir esto la dio dos soberbios pinchazos en la barriga con su espadín.
En aquel momento llegaba jadeante el viejo preceptor de su Majestad Cuentecito, que, cogiendo a éste por una mano, se lo llevó casi a rastras a sus habitaciones particulares, donde le reprendió soberanamente.
Mientras tanto la vieja Danna fue encerrada en un calabozo de palacio, hasta que decidiesen qué se iba a hacer con ella. Y allí estaba ideando planes siniestros contra Cuentecito y Anicia, para ponerlos en práctica en cuanto se viera en libertad. Pero se equivocaba al pensar que el pequeño Rey iba a soltarla así como así. Éste, obsesionado con las maldades
que se atribuyen a las hechiceras en los cuentos, había decidido que “la bruja de las gafas negras" no volvería a ver más en su vida la luz del día, y que por todo alimento la dieran lo que sobrase de la comida del perro. pero como Loz tenía un apetito excelente y dejaba siempre la cazuela más limpia que si la acabasen de fregar, resultaba que el estomago de Danna no entraba ni un mísero grano de arroz, y nuestra desdichada bruja decidió alimentarse de alguna que otra infeliz cucaracha de las que se paseaban melancólicamente por el suelo del calabozo. Como esto no era suficiente para el mantenimiento de su persona, adelgazaba visiblemente, y a medida que esto ocurría iba adquiriendo aspecto tan macabro que a los quince días de "régimen” sólo le faltaba montarse en una escoba y salir volando por encima de los tejados. En una palabra, que la escuálida y horrenda Danna no tenía nada que envidiar a las mismísimas socias del Aquelarre, que, como ya sabéis, mis pequeños lectores, es el casino de las brujas.
Un buen día nuestro Rey Cuentecito decidió visitar a su prisionera, porque no se fiaba mucho de que aún estuviese donde la había mandado encerrar, ya que temía que se hubiese filtrado, como un espíritu maligno, a través de los gruesos muros del calabozo, para luego seguir haciendo perrerías por el mundo,
-Sí, sí, yo quiero ver si se me ha escapado la bruja.
-Señor -le contestaban- no es posible que esa pobre mujer intente siguiera salir de su encierro.
-Una hechicera como ella se escapó de un calabozo igual a éste, donde la tenía encerrada el Príncipe de la Pluma Verde por haber convertido en copo de nieve a la Princesa Menudita, y ¿a que no sabéis como escapó de la prisión? Pues… fue y se
convirtió en hormiga y salió por debajo de la gran puerta de hierro. !Hum… no me fío! Estas brujas son muy malas y muy listas, y luego inventan cada cosa... A lo mejor… quién sabe... voy a ver.
Empezaron a bajar la interminable escalera que conducía a los calabozos, a aquellos calabozos húmedos y negros, donde no penetraba jamás el más pequeño rayo de sol. Iba primero el vigilante alumbrando el camino con su farol. Detrás bajaba el preceptor del Rey llevando a éste de la mano. Cuentecito veía visiones por todas partes y en los instantes de pánico, que se
daban con mucha frecuencia, se agarraba fuertemente a la mano de su preceptor.
Llegaron a un pasillo estrecho y largo. El vigilante se detuvo delante de una pequeña puerta de hierro que abrió con una gran llave y penetraron todos en las "habitaciones particulares" de Danna.
-¿Dónde está la bruja? ¡Yo no la veo! ¿Veis, ya se ha escapado decía Cuentecito con trágico acento, lleno de desesperación.
-No, señor, vedla allí -respondió el vigilante levantado el farol y señalando hacia un ángulo del calabozo,
Allí estaba, efectivamente, la desdichada prisionera del fiero
Cuentecito, tendida en el suelo y en un estado de enorme debilidad a causa del plan alimenticio que le había sido impuesto.
Permaneció inmóvil haciendo pensar a sus visitantes que estaba muerta. Y
Si no lo estaba, poco debía faltarle pero de pronto, con voz desfallecida, habló asís:
-A tiempo habéis llegado!
“A tiempo… ¿Por qué a tiempo? , pensaba el pobre Cuentecito que sin saber por qué ya no se atrevía a clavar su espada en el corazón de aque­lla hechicera.
¡Él, Cuentecito, el feroz cortador de cabezas de monstruosos dragones,
li­bertador de princesas encantadas! ¿Qué había sido de su valor?
-¡Anicia ¡ ¿Dónde está Anicia? –dijo Danna-. Voy a morir de un momento a otro. Señor, 1a última gracia que os pido es que la avisen; tengo algo muy importante que decirla. En .estos últimos días de encierro he meditado mu­cho sobre mi bárbaro comportamiento con ella. Dios me ha tocado el corazón y pueden ustedes creerme que estoy arrepentida y que tengo unos remordimientos atroces. Necesito el perdón de Anicia para morir tranquila. ¡Po­bre criatura!
Cuentecito que escuchaba desconcertado por completo a la mala bruja de las gafas negras, a quien jamás hubiera creído capaz de nada bueno, di­jo al vigilante, después de un momento de reflexión:
-Corre a buscar a Anicia.
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V
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Danna seguía tendida en el suelo, algo agitada por el esfuerzo que había hecho para hablar, cuando llegaron el vigilante y Anicia, que venía llorando desesperadamente.
-¿Qué me va a hacer? ¡Me va a pegar! -decía la pequeña.
-No, Anicia, no te pego; acércate un momento -respondió la mujer con su voz extremádamente débil.
La niña se acercó con un poco de recelo y un mucho de asombro, ante el cambio que había sufrido la vieja en cuerpo y alma,
-Anicia, voy a morir dentro de breves momentos, y te he llamado para que
antes me perdones de todo el daño que te he hecho… ¡Tanto como has sufrido a mi lado a causa de mi crueldad y de y de mi egoísmo! Tengo, además, que revelarte un secreto muy grande de tu vida… Nasha no era tu madre, como creías. Tú eres hija del Gran Duque Fernando y de la Gran Duquesa Natalia, del país vecino,
-¿La hija única del Gran Duque Fernando? –preguntó el Chamberlán en una expresión de asombro. –Aquella pobre criatura que desapareció sin saber
cómo y sin que nadie pudiera encontrarla muerta, ni viva.
-La robé yo -siguió hablado la bruja. En mi faltriquera encontraréis
Una medalla… es suya... la llevaba entonces… No puedo mas… ¡Adiós, Anicia! ¡Dime que me perdonas para que muera tranquila!
-¡Sí, Danna, yo te perdono, pero no llores -dijo la niña arrodillándose junto a aquella desdichada y poniendo un beso en su arrugada frente.
-Gracias, pequeña. Ya me voy. ¡Adiós!
-Y este otro beso, para que si encuentras a Nasha allí arriba se lo des de parte de su pequeña Anicia. ¿oyes? ¿Me oyes Danna? ¡Ahora que eres buena te vas!... -repetía la chica llorando, pero Danna ya no la oía.
A Cuentecito le caían lagrimones como nueces.
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Pocos días después llegaba al palacio del pequeño Rey Cuentecito, el Gran Duque Fernando, avisado por el Chambelán. Anicia, al enterarse de que aquel señor tan grande y tan guapo era su padre, se quedó parada delante de él, con la boca muy abierta y los ojos también, y una expresión de
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 Gran Duque Fernando (Foto tomada de la Red)
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Asombro imposible de describir. El Gran Duque cogió en brazos a su hija que él creyó perdida para siempre, y cubrió de besos su carita deliciosa digna de una princesita de cuento azul.-Gran Duque, ¿te vas a llevar a la niña? -pregusto Cuentecito alarmadísimo.
-Sí, Majestad, la espera impaciente su madre, que ante la alegría tan grande e inesperada de volver a verla, se impresionó de tal modo que no ha podido acompañarme hasta aquí.
-Yo no quiero que se marche.
-Señor, comprended el deseo que tendrá la Gran Duquesa Natalia por
Volver a abrazar a su hija contestó el preceptor.
Nada, que se le marchaba Anicia a su país, pero sin remedio; que ya no volvería a escuchar más cuentos, porque no le gustaban más que los que ella le contaba; y para colmo de desdichas que seguramente no volvería a verla más en la vida.
Aquella noche, después de cenar, se sentaron los dos pequeños junto a la gran chimenea de campana del salón de lectura y hablaron largo rato.
-¿Te vas con tu papá el Gran Duque? -preguntaba Cuentecito a la niña.
-Sí, pero no sé por qué me dan muchas ganas de llorar.
-A mi también. Dicen que ya no eres Anicia, y te llaman princesa, ¿Por qué?
-Yo no lo sé. Pero mi papá me dice Lucinda cuando me habla.
-Ahora eres princesa y Lucinda, pero Anicia ya no, y te tienes que ir y ya no me contarás más cuentos.
-Ya nunca más -respondía Anicia con los ojos llenos de lágrimas.
-Cuéntame otro cuento. ¡El último!
-¿El último? Pues verás... Esto era una ve una pobre pastorcilla que una vieja hechicera tenía secuestrada; pero un triste día del crudo invierno la niña consiguió escaparse y corrió mucho, mucho por un caminito lleno de nieve, donde poco después la encontró medio muerta de frío y de cansancio el hijo de un Rey que acertó a pasar por allí, y se la llevó a su palacio. La bruja en su satánico afán de hacer daño, intentó robarla otra vez para volverla a encerrar en su horrible guarida, pero el prínci­pe se dio cuanta y mandó a sus servidores que la encerrasen en un calabozo oscuro, en el que no volvió a ver más la luz del día. Al morir la hechicera, la pobre pastorcita se convirtió en una hermosa princesa y tuvo que marcharse a su país, donde la reclamaban con mucha urgencia… !Anda, pero… si se ha dormido!
Efectivamente, Cuentecito se había quedado como un tronco. Anicia apenas podía creerlo, y no pudo por memos de sonreír un poco triste. Se levantó y con mucho cuidado de no hacer ruido para no despertarle, se marchó de allí muy despacito y el cuanto quedó sin terminar.
Al día siguiente, un hermoso trineo con tres caballos blancos como la nieve, aguardaba a la puerta de palacio dispuesto a llevarse al Gran Duque
Fernando y a su hija la princesita Lucinda.
-Oye, antes da marcharte cuéntame qué le sucedió a la princesa de que me hablabas anoche.
-Pues sucedió que, corno ya te dije, tuvo que marcharse a su país y que el príncipe, después de algunos años, la fue a buscar y se casó con ella,
Llega el momento de marchar; sube el Gran Duque en su trineo y llama a su hija que sigue hablando con Cuentecito.
-Adiós, Rey; ¡Ya no te volveré a ver más!
-Sí, Anicia, digo princesa Lucinda. Mira, cuando yo sea un rey muy grande como lo era mi papá antes de irse al cielo, entonces te iré a buscar a tu país y te casarás conmigo, como la princesa de tu ultimo cuento se casó con la hija del Rey.
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EPÍLOGO
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¿Creéis que el Rey Cuentecito no cumplió su promesa? ¡Vaya si la
cum­plió! Yo sé por un pajarito que me cuenta todo, que el pequeño rey después que pasaron algunos años y hubo crecido unos cuantos palmos más, se marchó con todo su séquito al país vecino y pidió la blanca mano de la princesa Lucinda, celebrándose la boda, poco después, con gran pompa y ceremonia. Y sé también por ese mismo pajarito, (que es un chismoso y me sigue contando muchas cosas) que el Rey Cuentecito y su augusta esposa son un matrimonio muy feliz, y que Dios les ha enviado un futuro reyecito precioso, y tan chiquitín que le llaman cañamón, y que ha salido con tanta afición a los cuentos como su papá.
Como veis, el Rey Cuentecito no olvidó su palabra dada a la princesa Lucinda. Es que Cuentecito era hombre de honor y cuando prometía algo lo cumplía siempre. Por esto y porque fue toda su vida bueno de corazón y no­ble de alma, como había dado palabra de ser a su padre al morir, Dios le bendijo desde el cielo y su reinado fue un reinado de paz y de prosperidad.
¡Ah!, se me olvidaba deciros que todas las noches la princesa Lucinda, antes de dormirse, le contaba un cuento. “Pues señor… érase una vez…
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Eladia M-E.A.
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